ME DUELE ESPAÑA

Habló aquél que se heredó a sí mismo. Habló el resucitado, no Pedro Snchz, sino Lázaro Estornudo, pues. Habló y –como no podía ser de otro modo- lo que soltó fue un flatus vocis, que inevitablemente nos trajo a la memoria la elaborada nadería del Bobo Solemne. España es una nación de naciones, dijo.
En pocos días hizo correr ríos de tinta. Pese a ello, no he conseguido leer –u oír- que algún periodista (y no digamos ya un tertuliano, epígonos de la especie que -bajo la denominación de charlatanes- ya alumbraba el siglo de las luces. Samaniego los definía:
“…pues el vulgo, pendiente de sus labios,
Más quiere a un charlatán que a veinte sabios.
Por esa conveniencia,
los hay al día de hoy en toda ciencia
que ocupan, igualmente acreditados,
cátedras, academias y tablados.”)
haya metido el dedo en la llaga y haya preguntado -o se haya preguntado-: Pero, Lázaro, ¿de qué naciones habla usted? ¿Podría citar, sin evasivas, sus nombres? ¿Podría decir, al menos, si todos los territorios que componen la Nación española forman parte, a su vez, de esas otras naciones; o si, por el contrario, hay territorios huérfanos que sólo pertenecen a una nación? Y, si es así, ¿cuáles son esos desdichados pueblos huérfanos? ¡Dígalos, atrévase! Conteste: ¿es Ceuta una nación? ¿Y La Rioja? ¿Y Extremadura? ¿Y Murcia?
Y, díganos también, ya que se trata de recuperar la soberanía perdida, ¿en qué momento histórico esas naciones a las que usted se refiere se constituyeron soberanas y cuándo perdieron su soberanía? Y así, por el estilo.
Nada parecido he oído o leído. Nadie lo ha preguntado y, él, el Resucitado, tampoco lo ha aclarado.
¡Faltaría más!, pues de lo que se trata es de engañar a la plebe. A unos con el mensaje: “reconozco vuestra singularidad, os reconozco nación”. A los otros, con lo contrario: “no os preocupéis, aquí todos somos iguales”.
De modo que cómo va a hablar claro. ¡Pero si es socialista, quiero decir, político! O sea, embaucador, embustero y cínico; que afirma una cosa aquí y la contraria allá.
Claro que el cuarto poder –tan apesebrado y sometido como los otros dos al único real, que es el ejecutivo partitocrático- ni bala ni rebuzna ni cocea. Mansamente, disimula y calla. Y está a verlas venir, en pose egipciaca; o sea, atento a recibir, ya sea de la derecha o de la izquierda.
Da pena este país, donde pronto –vamos en camino- no habrá sitio para los que no queremos marcar el paso al son del tambor. Para los que nos negamos a tragarnos la hostia de los sacrosantos dogmas de la izquierda más estúpida y sectaria. Sé de lo que hablo, pues mamé ese veneno, que la madurez me hizo vomitar, tarde. Este país está cada vez más cerca de hacer realidad esas horribles distopías que imaginaron Huxley o Bradbury u Orwell, bajo la apariencia de mundos felices.
Ya casi nadie se escandaliza de esos Consejos audiovisuales – que son los ojos y las orejas del Gran Hermano- que proliferan contra la libertad, bajo la excusa de la libertad. Casi nadie se escandaliza de la existencia de esas tenebrosas brigadas policiales podemitas que, como la de Madrid, persiguen sañudamente la opinión discrepante. Siempre la misma historia: la disolución del individuo en la masa. Siempre, para todos los totalitarismos, la misma excusa: el paraíso, un mundo feliz, la tierra prometida. La vida prometida.
Pobre España, tan moderna ya. ¡Ay de un país, cuando sus ciudadanos llegan a lamentar serlo y anhelar serlo de otro que no se le parezca en nada!
Como en el poema de Unamuno, me duele España. Yo que -como la izquierda cainita de hoy- te odié. Que odié tu nombre, tu historia, tu bandera, los símbolos de tu gloria…, me aflige ahora tu destino.
España se desmorona, estúpidamente, sin grandeza. ¿No hay quien se alce, se rebele y, al menos, grite?
 ¡Ay, España!

Junio, 2017